Adelina García Bernaldo de Quirós y Osorio era el pasmo de la calle Lagasca a la salida de misa en San Manuel y San Benito. Adelina siempre se conjuntaba en dos colores, muy atenta a los complementos y cuidando siempre el vaivén de la melena rubia que Martina, la nueva criada, le había lavado a primera hora con yema de huevo.
La salida de misa, era sin duda su momento favorito de la semana. Pasaba la ceremonia disfrutando cada minuto que la acercaba al momento, cada segundo que la empujaba hacia el pórtico de la iglesia como si el Tiempo mismo la alzara en volandas para posarla delicadamente bajo el arco, allí donde empezaba todo.
A la salida de misa señoras, señoritas, caballeros, y apuestos jovenzuelos, escrutaban atentamente los fastos ajenos mientras mostraban los propios. Era el momento cumbre de la vida social del barrio de los Vencedores, el momento en que todos vestían sus mejores galas poniendo como excusa a Dios para medir su poderío, su estilo, su alcurnia, su refinamiento y condición. La quintaesencia del espionaje, el juicio sumarísimo de cada uno a manos del resto, el gran festín de las lenguas venenosas, mientras aún digerían el Cuerpo de Cristo.
Pero a Adelina esa parte no le interesaba. De hecho jamás comentaba nada negativo de nadie muy a pesar de su señora madre que era el verdadero azote del mal gusto. A Adelina le iba más la marcha de exhibir sus gracias para fascinación de muchos y aunque ella ni se enterara, envidia de muchas más. Adelina era un putti de cuerpo presente, cuerpo extraordinariamente vestido y adornado. Adelina sabía en su fuero interno que a ella Dios le había dado las mismas gracias que a las artistas del cine. Y entre sentarse, levantarse, sentarse otra vez, ahora paseo a comulgar, seguimos de pie, otra vez sentados, otra de pie, ahora toca de rodillas, ahora de pie otra vez, ahora te doy la paz, ahora de pie, golpecitos en el pecho "por mi culpa...", seguimos de pie, "podéis ir en paz"... Adelina se imaginaba a sí misma saliendo de la iglesia una y otra vez. Últimamente incluso había añadido algunos elementos escenográficos: Una gran escalinata. ¿A quién se le ocurre una iglesia tan soberbia como ésta sin una gran escalinata? Qué manera más tonta de desperdiciar grandes escenas en las bodas...
En su fantasía, Adelina flotaba más que bajar la escalera del templo, paladeando cada mirada que se fijaba en ella, miradas que aumentaban a medida que Adelina avanzaba graciosamente sobre los peldaños que cada vez eran menos pero más importantes y en la cara de Adelina estallaba una sonrisa incontenible siempre a media escalera (muy a su pesar porque intentaba reservarla para los tres cuartos) y cuya intensidad sin embargo no le costaba mantener arriba, rebosante como iba de realización personal, plenitud y protagonismo. A cuatro escalones del final llegaba el clímax, el momento de explotar de encanto, de rebasar las fronteras de su propia alma y de su cuerpo e inundar el barrio entero de gozo. Ese era el momento en el que concitaba la atención de todos. El momento en el que captaba la máxima atención posible se daba a medida que perdía altura antes de hundirse suspirante en un mar de cabezas. Justo antes de diluir su deslumbrante presencia entre el gentío que se arremolinaba ya en el suelo y que la ocultaba como ocultaba su verdadera naturaleza entre tanto mortal.
Una vez Adelina había creído oir como el gentío superado por el espectáculo de su descenso, que era más bien un descendimiento, prorrumpía en aplausos... "Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, por eso ruego a Santa María siempre Virgen, a los Ángeles, a los Santos y a vosotros, hermanos, que intercedáis por mí ante Dios nuestro Señor..."
Adelina era de natural soñador. Se soñaba princesa de un reino deslumbrante y soñaba a su lado un apuesto príncipe de ancha espalda y poderosos brazos que sólo tendría ojos para mirarla a ella. Que nunca antes hubiera amado a nadie y nunca más volvería a amar a otras porque él había nacido con un destino: Ella. Y había nacido con una misión: acompañarla escalera abajo por San Manuel y San Benito (seguro que su padre conseguía que construyeran una buena escalera para ella, faltaría más, el día más importante de su vida...). Y su amor, Él, sería el consorte de la escalinata. Su complemento definitvo. Por eso cuando un chico le gustaba inmediatamente le hacía el "test de la escalera". Lo imaginaba junto a ella del brazo el domingo después de misa y sabía enseguida que ése no era su príncipe.
Al llegar a casa Adelina encontró a su padre. Recién llegado de París, venía cargado de regalos. Moda a la última. La más elegante del mundo, elegida por alguna asistente de Papá, que por cierto tenía un gusto exquisito. El fin de semana siguiente sería su puesta de largo. Y Papá, que iba a venir de París para presentarla en sociedad, había llegado una semana antes. Papá trabajaba mucho, aunque ella no entendía por qué ni por qué su padre pasaba más tiempo en Francia que en Madrid.
- Adelina, hija mía, tengo que decirte algo importante: Éste fin de semana no puede ser la puesta de largo. Nos vamos a París, todos, nos vamos el martes. No pongas esa cara, tesoro, la haremos más adelante... El mes que viene... Así nos dará tiempo a imprimir nuevas invitaciones... Además te prometo que haremos dos fiestas. Te presentaremos también en sociedad en París...
Adelina salió corriendo de la sala y cerró de un portazo:
BUM
El cañonazo despertó a Cipriano aún en la trinchera. El maestro Lightowler le zarandeaba con fuerza cuando estalló a unos ciento cincuenta metros. "¡Ya están aquí!" . Con la boca llena de tierra y un picor en los ojos insoportable salieron pitando de allí, intuyendo la dirección que llevaban los demás para no correr hacia el enemigo.
¡A los árboles!, ¡rápido!, gritó el sargento Domingo. En realidad los franceses gritaban mucho más pero entre no entender una mierda y una orden clara y precisa con los alemanes arrasando el patio, Cipriano lo tuvo muy claro. A los árboles. Según pudo entrever mientras corría, los franceses querían justo lo contrario, que siguieran en la trinchera. Si hubiera tenido tiempo habría soltado una carcajada. Tampoco hacía falta haberse comido tres años de guerra en España para saber que si se quedaban allí tenían los minutos contados. Con la que estaba cayendo. Aquellos franceses eran unos verdaderos tuercebotas.
"Lo raro es que no haya llegado todavía la aviación", le dijo al maestro que corría a su lado, justo antes de oir a los cazas que venían desde lejos ametrallando el suelo como si les molestara la hierba.
Ahora sí que están jodidos los gabachos pensó mientras apretaba la carrera y veía como el maestro hacía lo mismo.
Habían llegado allí hacía dos meses. Al final los franceses, después de dejarles muy claro que lo que querían era devolverles a España por lo que valiera, les habían ofrecido la posibilidad de salir del campo de Argéles. Habían hecho lo mismo con el resto de campos como pudieron comprobar al llegar a las Ardenas. Ahora Francia tenía problemas, problemas de cojones, y ellos eran mano de obra tan barata que casi les debió de dar la risa. Medio millón de refugiados españoles a los que se les podía emplear por una limosna cavando trincheras, construyendo polvorines, fortificaciones, y a los que por cierto, con una mierda de rancho que espantaba a los perros, se alimentaba que daba gusto.
La suculenta oferta de los gabachos fue que ante la previsión de que Alemania se lanzara a atacarles, ellos les sacaban de los campos con tal de que se alistaran en las Compañías de Trabajadores Extranjeros. En los campos se quedaron algunos españoles que no quisieron colaborar. A Cipriano, que se le caían encima las alambradas y que estaba harto de vivir enredado en el folletín de la Chispi, se le abrió el cielo con la oferta.
Antes había rechazado alistarse en la Legión Extranjera, porque él no era un mercenario. Era una cuestión de principios. Él había estado en la Guerra de España por muchos motivos y fundamentalmente porque le había tocado estar allí. Pero sabía por qué empuñaba un arma y apretaba el gatillo todos los días y no estaba dispuesto a hacerlo como un profesional. Su guerra había tenido sentido. No era una forma de ganarse la vida. Ahora, unos meses después, reblandecido por las hostias de los carabineros, la agotadora odisea emocional de La Chispi y la extraña mezcla entre claustro y agorafobia que produce estar preso entre alambradas en una playa frente al mar, la Compañía de Trabajadores Extranjeros, aparecía como una forma de escapar pensada a su medida. Sólo firmaba su contrato por la duración de la guerra en caso de que ésta llegara, y no empuñaría armas. Por contra, seguían presos de los carabineros que los hostigaban para que trabajaran y no eran demasiado amables.
Aquella guerra además le traía sin cuidado, salvo porque odiaba a los alemanes mientras que los franceses sólo le parecían una banda de hijos de la gran puta.
- Tie´ cojones. Hay que ser de Guadalajara para dormirse en la trinchera con los alemanes a dos kilómetros.
- Yo a los alemanes me los paso por el forro de los ...
-¡¡¡Allez!!! se oyó gritar de fondo a un oficial francés que venía corriendo delante de una tropa de gabachos perdiendo el culo.
- ... Pfff, No tienen que comer pan todavía éstos para ponerse delante de los alemanes...
- Ya ves. Ahora se han enterado de que en el bosque al menos no te joden por arriba, dijo Malacara señalando el ruido de los aviones que sobrevolaban la zona.
- Sí, y tardarán otro tanto en enterarse de que ésto es remedio provisional y que en cuanto empiece a arder el bosque lo tienen aún más jodido... replicó Fran de Colmenar.
El sistema de la Wermacht no tenía gran misterio a pesar de ser una extraordinaria innovación en las artes de la guerra. Lo habían probado durante meses a orillas del Rhin, haciendo ensayos para este glorioso momento, y lo habían puesto en práctica unos meses antes, en septiembre de 1939 conquistando Polonia. La Guerra Relámpago se basaba en un ataque salvaje articulado por un triple eje (aviación - tanques- infantería) que actuaba como un rodillo. Solían concentrar la fuerza del asalto en un punto muy localizado de la línea, rompiéndola y moviéndose por dentro del territorio enemigo en zig-zag a izquierda y derecha para coger a todo el mundo en bragas. Los tanques, que eran de otro planeta en comparación con las tartanas francesas, se ponían en marcha manteniendo una velocidad relativamente alta. Iban acompañados seguidamente por detrás por la infantería que a su lado era realmente imparable y por delante la aviación soltaba en primer lugar bombas pesadas y seguidamente los cazas batían la zona ametrallando a diestro y siniestro y bajando progresivamente la altura a medida que las sucesivas pasadas iban mermando al enemigo. Digamos que para cuando los tanques llegaban a las trincheras francesas la aviación ya los había dejado calentitos, luego los tanques los ponían mirando a la Meca y la infantería llegaba a mesa puesta a comerse el postre. Ni que decir tiene que no dejaban ni las migas.
- ¿Estamos todos?. ¡¡Pues vámonos de aquí cagando hostias!!, antes de que lleguen estos hijos de puta. Dijo el sargento Domingo, que a falta de oficiales franceses, "pa´chulo él y pa´puta su novia"
Y sin más, el batallón español, el batallón de trabajadores, de ésos que aquí no eran militares, salió corriendo agrupado y manteniendo la formación entre los árboles mientras los franceses que habían ganado toda una Primera Guerra Mundial, iniciaban una desbandada atropellada y sin control en cuanto los tanques alemanes arrasaban la primera línea.